Gozar Leyendo
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El final del affaire (Libros del Asteroide) de Graham Greene.
José Emilio Pacheco hablaba de una especie de catalepsia en la circulación de los libros de los autores después de que ellos mismos han muerto. Decía Pacheco, conversando con él, que en algunos casos, cuando alguien se acordaba de ellos y los reeditaba, esos autores resurgían mucho mejores. La ley de Gardel, que cada día canta mejor, esa ley se aplica a Graham Greene (1904-1991), que ahora resucita gracias a Libros del Asteroide. Confieso que lo tomé con miedo de que se desmoronara el recuerdo de mis gratas, gratisísimas lecturas de Graham Greene en tiempos en que el siglo XX ni siquiera pensaba en acabarse.
Y no. El final del affaire es, sigue siendo, una magnífica novela y no se equivocaron quienes lo reconocieron en el momento de su aparición en 1951. Por ejemplo, un tal William Faulkner dijo que es “una de las novelas más auténticas y conmovedoras de mi tiempo”. Y John Updike la reconoció como “una novela tan profunda, intensa y turbadora como una mirada penetrante”.
Acostumbro repetir que en las novelas del siglo XIX uno encuentra siempre alguna de estas tres cosas: o adulterio, o ludopatía o desmayos de señoras. De modo que lo que resulta novedoso es un escritor del siglo XX atreviéndose con uno de los super temas del siglo anterior. Razón de más para reafirmar que los mejores narradores del XX son los que parecen del XIX, como Maugham, como Buzzati, como Canetti, como García Márquez, y más. Ahora bien, fiel a su siglo, al XX, lo que hace Greene es enfocar el adulterio como lo hicieron Tolstói, o Fontane, o Flaubert. Mejor dicho: utilizando las técnicas narrativas del siglo XIX, Greene escribe una novela con tema del mismo siglo pero con un enfoque de su propia época, la segunda guerra mundial; de hecho, Sarah y Maurice hacen el amor bajo los bombardeos alemanes a Londres.
El narrador de la novela, que es el amante de Sarah, tiene rasgos del propio Greene: es un novelista que ejerce de novelista mientras cuenta el cuento, confiriéndole a la escritura una especie de autoconciencia, de inmanencia: “dudo que me hubiera tomado la molestia de conocerlo a él [se refiere a Henry, el marido cornudo] o a Sarah si en 1939 yo no hubiera empezado a escribir una novela que tenía como protagonista a un funcionario de alto rango (…). Henry James dijo que una muchacha con el suficiente talento solo necesitaba pasar frente a la ventana del regimiento de la Guardia Real y asomarse a echar un vistazo al comedor para escribir una novela sobre la brigada entera, pero me temo que en algún momento de ese proceso la chica vería necesario acostarse con uno de los guardias para captar bien los detalles. Y no es que yo llegara a acostarme con Henry, pero sí hice lo que más cerca estaba de ello, y la primera noche que llevé a cenar a Sarah tenía el deliberado propósito, concebido a sangre fría, de estudiar la mente de la esposa de un alto funcionario”.
La primera frase de la novela alude al oficio de contar: “una historia no tiene ni principio ni fin: uno elige arbitrariamente un momento de la experiencia desde el cual mirar hacia adelante o hacia atrás. He dicho ‘uno elige’, con el impreciso orgullo del escritor profesional al que, en las pocas ocasiones en que se le ha tomado en serio, se le ha elogiado por su pericia técnica”.
Y ese oficio se aborda –reveladoramente y en primer lugar– desde su rutina más gris; dice así en un párrafo recomendable para ejercicios y talleres de escritura: “durante veinte años he producido quinientas palabras al día, cinco días a la semana. Puedo escribir una novela al año, y eso me deja tiempo para la revisión y las correcciones (…). Siempre he sido muy metódico, y cuando cumplo con mi cuota de trabajo, la interrumpo aunque esté en mitad de una escena”.
También, autorreflexivo, revela la metamorfosis de las emociones que lo dominan mientras cuenta su affaire con Sara. Al principio, muy enfático, define así su narración: “esta es una historia de odio mucho más que de amor” y admite que “lo que más deseaba en el mundo era hacerle daño a Sarah (…). Era como si supiera que la única forma de hacerle daño fuese hacerme daño a mí mismo”. Cuando lleva la tercera parte de la historia revela sus dudas: “Cuando he empezado a escribir he dicho que esta era una historia de odio, pero ahora no estoy seguro del todo”. Y al final admite que “cuando empecé a escribir nuestra historia, creí haber empezado a escribir una historia de odio, pero de algún modo el odio se ha disipado y todo lo que sé es que ella, a pesar de sus fallos y a pesar de su inconstancia, era mucho mejor que la mayoría de los hombres”.
La edición que comento tiene una cereza para el pastel, una nota de Mario Vargas Llosa sobre esta novela. Comienza por situar El final del affaire entre las tres novelas “en las que se acercó más a la obra maestra que nunca llegó a escribir”. Las otras dos son El poder y la gloria y El revés de la trama. Destaca que las tres “giran en torno a la religión, del problema de la fe y, más concretamente, del drama que significa ser católico en el mundo moderno”.
Para Vargas Llosa: “en verdad, el tema profundo de El final del affaire, que la torturada relación de Bendrix con Sarah sirve para ilustrar, es si Dios existe y si su existencia, tal como está concebida por la teología católica, es compatible con una vida que no exija de los creyentes el heroísmo, la santidad, que congenie con los vaivenes y quebrantos de la normalidad”. Añade enseguida el peruano que “la respuesta que la novela ofrece a esta indagación es enigmática, o, mejor dicho, librada al lector (…). No es de extrañar que la novela erizara los cabellos de un príncipe de la iglesia católica, el cardenal Griffin, quien, según cuenta Greene en A sort of life, lo llamó a Westminster Cathedral para decirle, sin ambages, que aquel libro debía ser excomulgado por el Santo Oficio”.
Una interpretación de las causas de la ruptura de Sarah con Maurice Bendrix es que ella se siente en pecado por ese adulterio, supuesta la fe que acaba de recuperar. Así, sin ironía, con franqueza, se lo dice a su amante: “Creo que hay un Dios, creo en toda la sarta de mentiras, no hay ninguna que no me crea, e incluso si dividieran la Trinidad en doce partes, yo me la seguiría creyendo. Si se descubriera un documento que probase que Jesús fue un invento de Pilatos, que necesitaba un ascenso y lo consiguió gracias a ese engaño, yo seguiría creyendo en Jesús. Se me ha contagiado la fe como si fuera una enfermedad. He caído en la fe igual que antes caí en el amor. Nunca he amado a nadie como te amo a ti, y nunca he creído en nada como ahora creo”.
Es después de la ruptura cuando Maurice, lleno de odio por ella y por él mismo, por unos medios nada decentes llega a leer el diario de Sarah. Y confiesa: “descubrí, al abrir el diario, que nada era como yo esperaba (…). Es muy raro descubrir que le aman a uno”, sí, se da cuenta, a pesar de sus dudas, que ella lo ama. Ella lo escribe así en su diario: “está celoso del pasado, del presente y del futuro. Su amor es como un cinturón de castidad medieval: solo cuando está conmigo, dentro de mí, se siente seguro”.
Aparte de Sarah, que para Vargas Llosa es “el mejor personaje femenino de toda su obra”, merece destacarse la particular relación que se va creando entre Maurice y Henry, que Vargas Llosa llama “inesperada y entrañable complicidad”, y que desde antes también llamó la atención de Evelyn Waugh: “resulta especialmente conmovedora y bella la relación entre el amante y el marido, con una peculiar mezcla de lástima, odio, camaradería, celos y desprecio que está soberbiamente descrita”.
A veces, el lápiz del subrayador compulsivo se da verdaderos banquetes con ciertos autores que son maestros del aforismo involuntario, perdido, en apariencia embozado entre más palabras, y que de repente brillan sin alterar el ritmo de la narración. Aquí, algunos subrayados en El final del affaire:
-“Hay ciertas clases de importancia que están irremisiblemente condenadas a no ser tomadas en serio”.
-“A veces me veo demasiado reflejado en los demás. Eso me llena de inquietud, y entonces siento un enorme deseo de creer en los santos y en las virtudes heroicas”.
-“Los amantes celosos son más respetables y menos ridículos que los maridos celosos. Cuentan con el apoyo de la gran literatura”.
-“Cuando una mujer ocupa los pensamientos de uno durante todo el día, lo mejor es no soñar con ella jamás”.
-“Para un detective es igual de importante que para un novelista acumular un material repleto de trivialidades antes de elegir la pista correcta. Pero qué difícil es elegir esa pista y descubrir cuál es el tema adecuado”.
-“El odio parece actuar sobre las mismas glándulas que el amor; incluso genera los mismos actos”.
-“Cuando uno es feliz, está dispuesto a soportar cualquier clase de disciplina”.
-“La infelicidad es mucho más fácil de narrar que la felicidad”.
-“Se dice que la eternidad no es una extensión del tiempo sino una ausencia de tiempo”.
-“A veces me he preguntado si la eternidad, después de todo, no será más que la infinita prolongación del momento de la muerte”.
-“La inseguridad es lo peor que puede sentir un enamorado; a veces, hasta el matrimonio más aburrido y árido parece mucho más deseable”.
-“Cuando has perdido todas las esperanzas es cuando rezas para que haya un milagro. Los milagros les ocurren a los desesperados ¿no?”.
Tomado de http://www.lunalibros.com/